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Ajedrez en Cuba
Crónica subjetiva o ficción razonablemente discreta

Por Rafael Francisco Góchez

No sé qué hubiera sido de mi boleto ya pagado si el Lic. Ibarra, el gerente, hubiera llevado a efecto su tajante y sonora afirmación: "¡Pues no vamos y se acabó!". Desde su punto de vista, andaba él con razón, pese a estar equivocado, porque los cálculos y el presupuesto se hacen sobre la base de preguntar con toda exactitud y verificar a diario una y otra vez, no vaya a ser, más con eso de la "temporada alta" y "temporada baja", y él había calculado setenta y cinco dólares menos por cada boleto, o sea que el cheque certificado en mano era insuficiente para los diez pasajes del avión que debía llevar a los niños a Cuba.

Pero era viernes aún, menos mal, y alcanzamos a convencer a todos los "papases y mamases" para que, de su bolsillo, completaran el faltante, basándonos en que, si ya estaba "lo más", bien podía ponerse "lo menos": no todos los días el Instituto Estatal de Deportes (y, en lo inmediato, el doctor Pedrera, presidente del ajedrez nacional, con el efectivo imprescindible) invierte casi seis dígitos en moneda local para cubrir traslado, estancia, alimentación, transporte y seguro médico de diez jóvenes atletas cerebrales, para ir a hacer durante dos semanas lo que tanto les gusta e ilusiona, esto es, jugar ajedrez en tierra de Capablanca, potencia latinoamericana de este y otros deportes.

Así, el sábado a media mañana el viaje parecía mucho más real que nunca y ya no tendría yo que mover cielo y tierra para recuperar los dólares invertidos en mi boleto. Se avecinaba, en cambio, la asunción de toda responsabilidad por los diez implicados, ya que este escribiente iba en calidad de jefe de delegación, comisionado de ajedrez, entrenador "in situ" para las dos categorías, psicólogo en todas las variantes y médico empírico, todo ello no sólo "ad honores" sino poniendo además los propios ahorros anuales, ya que el presupuesto oficial no alcanzó para nada más (otro que detestara la vocación pastoril no podría entender por qué el desembolso personal fue de tan buen grado que parecería yo el patrocinado).

Luego de un "sábado de llenar todo tipo de documentación" (sufrí hasta lo último por el temor de haberme equivocado en las tarjeta-visas turísticas, a veinte dólares el tachón), pasado el domingo de maletas y acordándome por casualidad, el lunes temprano, de dónde había dejado yo la bolsa con todos los documentos de viaje, abordamos el microbús rumbo al aeropuerto. Pudimos decir al fin: "ahí vamos".

Ya en nuestro aeropuerto nacional ampliado, fue el turno de los trámites, papeleo, veinte y más preguntas sobre cómo llenar las tarjetas de embarque, primeros indicios del "síndrome de no hacer caso a las indicaciones" (el grupo dispersándose en tres, en cuatro, en cinco...), las fotocopias de última hora (la aerolínea las dio gratis, hemos de reconocerlo), pañuelo en la frente luego de que no nos pidieron dos partidas de nacimiento originales que no teníamos, pasar por los rayos X y el detector de cuatro o cinco cosas metálicas y finally... nuestro vuelo 622 de LACSA (en realidad, grupo TACA, pero hay que cuidar las apariencias) directo a La Habana: capital del mito sociocultural (diría incluso que "político", si no fuera por las implicaciones...) de toda una vida oyendo hablar de "La Isla" sin haberla visto nunca.

Después: pista, el rollo estándar de seguridad (salidas de emergencia, salvavidas, máscaras de oxígeno y todo eso que nos recuerda la ligera posibilidad de un accidente), el ascensor de mil pisos, poca turbulencia, almuerzo (¿pollo o pasta?), dos horas de vuelo, otra vez el ascensor en descenso, "¡tierra, tierra!", freno emocionante y todos abajo: llegamos y tiramos al olvido todas las incertidumbres que antecedieron a este simple hecho (incluyendo los múltiples, intensos y compartidos cabildeos para lograr un par de permisos familiares difíciles, cosas de criterio).

Si los supuestos sobre los que se fundamentaba nuestra expedición eran ciertos, significaba que, luego de recuperar nuestras maletas, un representante oficial de algún organismo a cargo del evento estaría esperándonos, transporte listo, para llevarnos a la provincia de Sancti Spiritus, sede del ajedrez de los Juegos Escolares Nacionales de Alto Rendimiento. Si no, pues... Pero como ahí estaba, no más especulaciones: se presentó como Michael García, de Deportecuba S.A. (finalmente -para dolor de Jazmín, Princesa y Marcia- no pude averiguar si él tenía hermanos menores), hola por aquí, hola por allá y todos a la "guagua" (un microbús turístico, con su aire acondicionado y su don Serafín, el motorista, incluído), previa estación en los servicios sanitarios del aeropuerto "José Martí", para comenzar el viaje de cinco horas en carretera.

En tono de broma mi hijo me preguntó, días antes del viaje, si todas las casas en Cuba eran iguales, como cuando en las caricaturas va un personaje corriendo y, al fondo, pasa el paisaje (una casa, una palmera, la misma casa, la misma palmera, etc.) como una banda sin fin. Y aunque vimos pocas casas al salir de La Habana, la carretera principal ciertamente que parece una "banda" de caricatura: es una recta interminable con más o menos el mismísimo paisaje a cada lado: cultivos, palmeras y horizonte; cultivos, palmeras y horizonte; cultivos palmeras y horizonte... Así, los pequeños y medianos ajedrecistas no tuvieron demasiado que ver y prefirieron orientar sus ocupaciones hacia el interior del transporte.

Las dos mayores, Chabe y Serena, habían hecho su conversatorio particular desde antes del despegue y se mantuvieron más o menos así durante el traslado. Los demás, atentos al drama planteado de antemano: René y Jazmín, a quienes debían colocar y fotografiar juntos en cualquier momento posible y de quienes debían extraer cualquier indicio que sonara a confesión sobre sus "verdaderas" intenciones, pese a que René ya tiene novia y Jazmín habría manifestado en reiteradas ocasiones, al menos de palabra, que no tiene interés al respecto.

Entre los minutos y las horas, el diskman y el walkman van y vienen, la cámara fotográfica intenta en vano, afloran las almohadas y frazadas del avión (que olvidaron dejar en el avión), Martín comienza a hacer de consejero y mediador sentimental en todo sitio, Lenny y Princesa dormitan en sus respectivos asientos, Tavo bromea con Totto y Marcia canta la misma estrofa de una canción de moda (quiero decir, la misma que cantaría durante toda la estancia). Sobre las tres horas de viaje, una parada en una especie de "drive-in" turístico, un par de bocadillos, visita necesaria al sanitario y continuación del viaje, más o menos de la misma forma.

Llegamos al hotel Villa "Los Laureles" (que, en el directorio turístico cubano, aparece como de "una estrella") hacia la medianoche del lunes. Michael, el guía, dio la impresión de manejar bien todo el paquete administrativo y distribuimos las habitaciones: tres triples y una doble, todo por géneros, arrastramos las maletas y nos instalamos en el lugar, que tiene todo lo necesario "en bonito" (y, francamente, no sé qué más pueden tener los hoteles de dos, tres, cuatro o cinco estrellas). De reojo, comenzamos a ver la abundante presencia de las que iban a ser las mascotas de Marcia: lagartijas grandes o iguanas pequeñas, de vivos colores, reptando por las paredes exteriores.

Una vez instalados, o antes incluso, comenzó el pasatiempo estándar: las llamadas telefónicas de cuarto a cuarto, al tiempo que armaba yo mi pequeña expedición hacia un lugar donde hubiera línea internacional, para confirmar nuestra llegada y dar el teléfono del lugar, llamada cuya realización se convierte en una verdadera y onerosa hazaña, a la módica cuota de US$ 3.50 por minuto, por operadora y al parecer en un paquete mínimo de cinco minutos. Luego, un par de bocaditos para simular la cena, ajuste de relojes para los que no lo habían hecho ya (dos horas adelante) y tratar de dormir (proyecto no sé si del todo cumplido por todos, pero a esas horas no tuve ánimo para verificar nada).

Martes por la mañana, día siguiente y, como aún no iniciaban los combates (el congresillo técnico estaba programado para la tarde), nos tomamos un buen tiempo para dedicarlo a la piscina, intentos de pirámide acrobática y demás, mientras lograba enterarme del calendario y visualizaba a lo lejos la saludable necesidad de hacer un horario. Entretanto, comenzaba el suplicio del "agua de pecera", es decir, que el agua potable de la provincia difería sustancialmente de la definición que en nuestros libros de primaria se le da ("incolora, insabora e inodora"). El aterrizaje estuvo casi completo al mediodía, excepto para quienes comenzaron a volar en su imaginación con aquellas posibilidades que sólo en su mente cabían (mayor información: Martín y René, cada loco con su tema). Almuerzo y previa segunda oración colectiva, aportada por Princesa ("Señor: te damos gracias por los alimentos que vamos a comer, bendice las manos de quienes los han elaborado, dale pan al que no tiene, hambre y sed de justicia a los que tenemos pan"). Quedan entonces bien guardados en los confines del hotel y me voy al congresillo técnico, pasaportes en mano (desde el primer intento de olvido antes de salir, todos quedaron a cargo de preguntarme a cada minuto dónde están los documentos, cosa que observaron escrupulosamente).

El congresillo estaba programado para las tres de la tarde en el “auditorium” de la escuela de ciencias médicas y una vez allí, con puntual inicio, procedo a contemplar una de las cosas más simpáticas que pueden recordarse, esto es, la discusión de una treintena de entrenadores cubanos, en canales cruzados, en voz alta, en un local lo bastante grande como para dar eco, sin que nadie parezca hacerle caso al director del evento y, aún más, sin que éste tenga la menor intención de cambiar ni en una letra las reglamentaciones previamente anunciadas, con el agravante de que todos ellos hablan "en cubano", así de rápido.

Cuando todos comprendieron que sus intervenciones eran "por gusto", se procedió al sorteo, la calendarización, la acreditación de los competidores y todo el entretejido administrativo. Puse a René en el primer tablero por ser el de mayor edad, porque en los juegos centroamericanos del año pasado jugó de tablero titular, porque acaba de terminar un torneo local en donde quedó campeón y porque me pareció -aún sin grandes diferencias- con un poco más de madurez ajedrecística que el resto de los varones. ¿A qué tanta explicación? Pues nada: que en mi memoria lejana aún flotaba una confusa indicación distinta, por parte del entrenador nacional, el "chico" Chamba Pineda (para otra vez, mejor será que me dé un papel firmado y así evitamos cualquier duda). El segundo tablero le correspondió a Tavo y el tercero a Martín, orden lógico. El número cuatro es género femenino, y como Chabe excede un año la categoría mayor, se le aplicó el reglamento y la admitieron allí "por fogueo" pero no por competencia. En ese momento vacilé ante la posibilidad de moverla a la cabeza de la categoría 13-14 (de todos modos, también allí estaría "fuera de competencia"), para evitar el mismo inconveniente en Princesa, a quien -con sus 15 años- habría que desplazarla hasta un tablero masculino de la categoría menor, pero me quedé sólo con la intención y volví a lo acordado en un principio, so pena de mover la alineación más de lo previsto. Serena quedó en el quinto tablero, donde su destino le reservaba una medalla. Los pequeños, en consecuencia, se presentaron así: Totto, Lenny, Princesa, Jazmín y Marcia. El orden de los dos primeros me pareció el natural, por "rating" y por experiencia; los demás, tranquilos.

De regreso, reunión informativa con el colectivo y primeras normas: que los tres de la habitación 38 se mantengan fuera de la habitación 36, donde quedaron las niñas; prohibición que, en ese primer día, se limitó a las horas de sueño y pijama (después hubo que expulsarlos de allí sin compasión alguna, fumigador en mano). Aparte, el respectivo horario y dos o tres indicaciones técnico-psicológicas para el día siguiente. Primer rival: Matanzas. Pregunta más o menos obvia: "¿Y si los de Matanzas nos matan...?"

La primera sorpresa del día siguiente fue que habíamos programado desayuno a las 7:00 y, llegando al comedor, vimos un pequeño rótulo, escrito a mano y como con crayola por detrás del vidrio, que indicaba el horario de servicio matutino: "7:30 a 9:30", con el agravante, averiguado minutos después, de un "pequeño" retraso; lo cual -aunado a la lentitud de los desplazamientos internos, a paso de procesión- se tradujo en que salimos del hotel pasadas las 8:15 de la mañana. No obstante, para nuestra mayor suerte o menor desgracia, el inicio de la primera ronda de juego se había retrasado por pequeñeces pendientes (ya vemos que la "hora salvadoreña" es más universal de lo que pensábamos), y los relojes se echaron a andar a las 8:30, con centenar y medio de competidores, más una docena de árbitros y otros tantos comisionados y entrenadores, en un local de aproximadamente 200 metros cuadrados, llegando a los 30º centígrados a la sombra y con el 94% de humedad. ¡Ajedrecistas patrios: yo os admiro!

Entre jueves y domingo nos cayó un "rally" de siete rondas en cuatro días, algo inédito en nuestros hábitos. Al ir analizando "a mano" (es decir, sin la PC al lado) las partidas masculinas, surgieron los esperados debates y las contradicciones: el "abc" del ajedrez versus lo hiper-actualizado y, en ello, el dilema de qué es mejor, si hacer bien lo sencillo o a medias lo complicado; si jugar fiel a los "mandamientos" y los elementos básicos de toda apertura (incluyendo la necesidad de enrocarse) o tratar de hacer "pasadas" de Gran Maestro, sin serlo; si somos demasiado optimistas al enamorarnos de nuestra propia posición y creer -siempre y en todo momento- que estamos bien, que tenemos ventaja o que "ya ganamos" (no es por vos, Martín), ciegos incluso ante el hecho de que sobre nuestro Rey está en quinta fila, bajo una lluvia de peones y piezas enemigas (no es por vos, René); si atenernos a jugadas dogmáticas (el alfil "siempre" va allí, eso "es lo que se juega", esto "es teórico", etc.) o elaborar planes propios, aunque menos "profundos", con los que hallemos el hilo conductor y no caigamos en aventuras inciertas (no es por vos, Totto).

René fue, en la mayoría de rondas, el primero en salir, con un par de lecciones cada vez; por su parte, Lenny fue el primero en ganar y Tavo, entretanto, luchaba y luchaba, con todo y su tos (quizá la brisa marina contribuyó a mantenerlo estable y sin excesivas complicaciones, digo yo). Las niñas también tenían su drama: Chabe buscaba qué hacer en el medio juego, Princesa trataba de sobrevivir en el tercer tablero masculino, Marcia peleaba contra su enemiga interior, Jazmín comenzaba otra vez a querer construir su casa con las tablas y Serena iba "calladita la boca" sacando puntos que atraían miradas.

En cuanto a lo doméstico, más pequeñeces como poner veda permanente al sector masculino para entrar al cuarto de las niñas (algunos varones son tan "metidos"), el respectivo arreo para desayunar lo más rápido posible (el árbitro principal nos había hecho el favor de esperar quince minutos después de la hora, pero tampoco hay que abusar), alguna inquisición nocturna para hacer respetar la ley (10:30 hora de dormir y punto, ¿entendieron, Jazmín & Co.?), la telefonía permanente cuarto-a-cuarto, la proscripción de dos o tres ideas absurdas y adolescentes (razoná, Martín, razoná), ignorar con toda solemnidad la solicitud de Princesa para cambiarse de cuarto (y al día siguiente, ya eran otra vez inseparables), pedir media ración de comida para las niñas y, de una vez, lanzar dos o tres indirectas para combatir manías y caprichos alimenticios (no es que las hayan mimado mucho, mamás) y pensar dónde podría estar el enigmático despertador viviente (creo que era una rana dentro del aire acondicionado), sin contar el apacible (y "por fin") sueño de Martín en el suelo, que sobrevino casi de inmediato a su intención de estudiar, tan cómodo que nadie tuvo corazón para despertarlo sino hasta el día siguiente, dolencia lógica.

De día, las rondas avanzan y la rutina ajedrecística se hace hábito: yo, al "cuarto de las partidas", para investigar posibles líneas de juego de los rivales (por alguna inexplicable razón, se siente uno más seguro si le dicen "te van a jugar d4"), conversaciones con los demás entrenadores y delegados (las preguntas más o menos típicas), agradable confirmación de que mis ideas ajedrecísticas no andan tan descaminadas, inicio de la asistencia psicológica para los ánimos de unos y otros, celebro en mi interior la primera victoria de Marcia y me paso otra vez el pañuelo en la frente porque en la ronda 5 ya todos se habían quitado el "síndrome del cero" (Pinar del Río fue nuestro primer y penúltimo "match" ganado), al tiempo que arreciaban los aje-mercantes y sus ofertas varias (relojes, juegos, libros, folletos, tabaco y currículums). Así pasa la primera semana entre los tableros-sauna, los momentos de piscina, las sesiones de análisis debatido, los pequeños duelos de "blitz" entre sus adeptos y las kilométricas pláticas (no necesariamente ajedrecísticas) entre unos y otras (que si nos cobraran las llamadas del 38 al 36, íbamos a la quiebra).

Un día, hacia la mitad del evento, las tres niñas del 36, con cara de absoluto misterio, contaron la historia de los fantasmas: que "alguien" entraba a su cuarto mientras estábamos fuera, que se oían "voces" en la habitación contigua, gritos en la noche, en fin... Como, de todas maneras, sí había inquilinos en el 34 -y como había una puerta de comunicación entre ambas habitaciones, misma cuyo cerrojo no era del todo confiable (no es porque las niñas y Martín, su gran colaborador, la hayan abierto un día, para curiosear)- vimos la forma de mover todo el esquema, para disgusto parcial de los del 38, que fueron a parar al 24 (habitación doble convertida en triple, por la necesidad), cediendo el espacio para que Jazmín, Princesa y Marcia se mudaran más cerca de mi vigilancia, supuestamente para mayor tranquilidad (si bien la primera noche yo las dejé, puerta enllavada, durmiendo a las 10:30 p.m. sólo para comprobar, cinco minutos después, que ellas habían salido alegres y obedientes rumbo al 24, a solicitud no sé si de René, Martín o Tavo, como que ellos las mandaran: regaño y breve discurso paternal, ¿quién las entiende?).

Luego fue el turno de Princesa (¿no es de Molière aquella obra titulada "El enfermo imaginario"?) queriendo que la llevara al médico "porque no quería comer", y de Jazmín, ella sí enferma de verdad, con fiebre y todo, cuya terapia fue, aparte del acetaminofén y los dos litros de suero oral, reposo asistido, pañitos en la frente cada quince minutos, atención total tipo "duérmete niña, duérmete ya", dos tiempos de ayuno y luego dieta estricta: papa hervida y nada más (¿será por eso que entabló un partido en posición ventajosa y perdió otro que tenía igualado?). Entretanto, Marcia haciendo planes para comprar "ya" un par de peluches (¿habrá finalmente entendido el absurdo de viajar tanto para venir a comprar lo mismo que en Metrocentro puede hallarse a menor precio?); René aferrándose a sus ilusiones sentimentales, mientras los demás no paraban de hablarle del tema; las alusiones Tavo-Serena incrementándose, más ahora que eran vecinos; Martín ocupado más en sus afanes de guía espiritual que en su juego; Lenny pronunciando sistemáticamente (se dice que incluso a medianoche) sus dos palabras más célebres: "¡Me combinaron...!"; Totto durmiéndose sobre la cama y amaneciendo debajo de ella (eso y lo que decía en sus sueños parlantes son parte de los misterios del universo); sin olvidar a Chabe, quien ya daba algunas muestras de impaciencia, rodeada de tanto "bichito" (¿quién puede culparla?).

Después de la décima ronda surgió la oportunidad de hablar con Marcia. Tema: conciencia de sí misma. Objetivo: que se dé cuenta de cuánto talento tiene, que lo acepte y que trabaje con tal certeza. Método: empírico-intuitivo. Tiempo: debieron ser dos o tres horas en estricta soledad. Terapeuta (sin título): yo. Resultados: que nadie me hable de casualidades cuando, luego de que cambiara su modo de mirar, ganó sus dos partidas contra Provincia de La Habana y Ciudad de La Habana, uno y dos del año pasado. Si luego flaqueó contra Holguín y Guantánamo, habrá que buscar factores explicativos en cierta posible nostalgia por la inminente partida, en un leve regreso a las autodepreciaciones (para no desentonar con el salvadoreñísimo grupo), en el berrinche de los peluches (pendiente el respectivo reporte pater-maternal) o en que no hicimos el mismo ritual de preparación (viendo, despacio y con buena letra, una partida ilustrativa).

A esas alturas, si tuviera tiempo para ocuparme sólo de ella... Pero también estaba el ánimo caído de René, los cuatro enroques cortos de Totto, el bache de Lenny luego de regalar la Dama, la obsesión traumática de Tavo por alcanzar una victoria en lugar de tantas tablas, las demás necedades de Martín (dentro y fuera del tablero), la extensa explicación a Chabe sobre su situación reglamentaria (gracias a que una amable rival se rindió en la jugada 12 porque "quería descansar", a sabiendas del punto administrativo), el pleito con Princesa por el asunto de los finales y las no-tablas, la recuperación de Jazmín tras la crisis de salud... ¿Docencia? ¡Nada: puro pastoreo!

Y tampoco olvidemos la posible medalla de Serena, a quien las presiones parecían no hacerle bien. Así pues, también hubo que hablar con ella, concientizarla de sus opciones en una ronda donde todas las implicadas se enfrentaban entre sí, una leve censura por ciertas tablas "tímidas" cuando podía buscar más en el final, la cara que debía poner en el partido decisivo contra la invicta y hasta entonces "mamá" de todo el quinto tablero, la confianza que debía brotar de saber que jugaría e4-e5 a lo que seguía automáticamente Ac4 y De2 para esperar de qué lado se enrocaba su rival (estaba en la variante, su variante), el ligero análisis del carácter de su oponente (a una jugadora agresiva, táctica e impetuosa, si se le "amarra" bien en una posición "aburrida", caerá víctima de su misma ansiedad).

A todo esto, las niñas ya habían hecho algunas amistades indecisas (porque, respecto a Leonel, nunca se pusieron de acuerdo sobre si era un "nene" o un "papi"), fallaba nuestra segunda expedición para ir a tomar batidos a la Cuba "real", René y los demás obsesionados por fotografiarse con Holden (no sé si pensaban que en la foto iba a salir su ELO de 2351, pero quizá para averiguarlo Princesa, la fotógrafa oficial, abrió la cámara antes de tiempo y aprendió que "velar un rollo" no significa "pasar despierto toda la noche a la par de él"), tres o cuatro entrenadores más ofertando sus servicios para venir a trabajar con la niñez y juventud salvadoreña, mientras yo sufría corrigiendo el dato que Michael, ya ausente, había dado a la administración del hotel, según el cual nos íbamos un día antes de lo planeado.

Fue ese jueves por la tarde cuando Serena dio el "gran golpe", jugando en su estilo, como ella sabe, asegurando medalla de bronce (el director del evento dijo no recordar que en años anteriores hubiera habido algún medallista extranjero), logro que confirmamos hasta dos horas después de la victoria (pues en el momento creímos que le bastaba un empate al día siguiente, contra una rival teóricamente derrotable). Fue en la puerta de su habitación, ya de regreso de la ronda, cuando vimos el calendario de juegos y comprobamos que su más cercana perseguidora había ya concluido sus rondas y, por tanto, no podía alcanzarla: grito y emoción como pocas veces uno podría pensar verla.

Ese mismo día alguien averiguó que unos huéspedes de pelo largo eran de "Mahuayacán" (¿o era "Mayahuacán"?), una orquesta cubana que andaba en gira interna por las celebraciones del 26 de julio, aniversario del asalto al cuartel Moncada y todo el rollo revolucionario. Se presentaban esa misma noche en la Plaza de los Olivos, centro de Sancti Spiritus, entrada gratis. Pedimos pareceres y acudimos "la mitad más uno". Se quedaron Chabe, Princesa, Marcia y Totto, a quienes vencía el sueño o sus ánimos no concordaban con la música tropical (¿pues qué querían, gentes, si estamos en pleno Caribe?). Mientras esperábamos la hora de salir, Jazmín (empujoncitos más, empujoncitos menos) hizo que los músicos le cantaran "Ojalá", emoción incluida, y minutos después se tomó "la foto", no me refiero a donde está rodeada por los de la orquesta y con cara sublime, sino la otra, "la foto" por antonomasia, es decir, "la foto" de los sueños (no digo de quién, pero los que estuvimos, sabemos). La salida, el baile y el sereno sirvió, entonces, de celebración por la medalla de Serena: bonito, bonito. Leve desvelo antes de la última ronda.

Después del viernes aún pienso, sin pecar de muy exigente, que a Guantánamo se le debió ganar con mayor contundencia (es decir: Te6 doble interrogación, g4 jaque, Rf4 única, Txe6 rinden y remember forever, Jazmín). Como ya había aceptado la solicitud de Ramiro, uno de los árbitros, de viajar en nuestra "guagua" rumbo a La Habana (un favor y un ahorrito a nadie le caen mal; además, el tipo se ve honrado), no tuve más que esgrimir la falta de espacio como excusa ante la análoga solicitud del pinarense Bracho (aparte, ya no queríamos comprar ningún otro libro).

A la salida del hotel, revisión estricta para que nadie "olvidara" ni media frazada dentro de ninguna maleta. A las tres de la tarde estábamos por última vez en el local ajedrecístico, donde Serena y su 73% obligaba a nuestra presencia en la clausura (curiosidad: la forma de aplaudir, tan bien ensayada). Terminadas las últimas sesiones de fotos con Leonel (calma, niñas) y Holden (calma, muchachos), nos insertamos de nuevo en "la banda", cinco horas rumbo a La Habana. Algunas lágrimas hubieran sido necesarias, pero qué iba a decir el público.

La pequeña e íntima incertidumbre que llevaba yo, desde antes de comenzar la expedición, era dónde íbamos a hospedarnos en La Habana. Se decía, se suponía, se rumoraba que en el CEAR, que debían ser las iniciales de un Centro de Entrenamiento de Alto Rendimiento o algo así. Michael nos había hecho (suponíamos) el arreglo, todo era cuestión de encontrar el local, labor de la que debía encargarse don Serafín. Preguntando aquí y allá llegamos a un edificio fantasmal, cripta gigantesca a la luz de la luna ("¿aquí es?"), sin una luciérnaga que nos alumbrase, porque había caído un rayo y no había electricidad en la zona. Nos reciben a oscuras dos morenas que nos dicen: "¡Ah, ustedes son los de El Salvador! Los esperábamos desde ayer". Tranquilidad parcial y todo estaba listo, sólo que en penumbras.

Subimos dos pares de gradas, entramos a un pasillo sombrío, y todo en penumbras (alguna mamá debió recomendar que llevásemos siquiera una velita). Nos muestran dos puertas que daban a sendas habitaciones óctuples, y todo en penumbras. Como, por cuestiones de temores esenciales, no me (nos) es grato lanzarnos a dormir en un lugar que nunca hemos visto (¿qué podía haber dentro...? vuela, imaginación mía), optamos por quedarnos en el pasillo y esperar a que regresara el fluido eléctrico, pleca, luz. Mientras tanto, no necesariamente para pasar el tiempo, dimos con Tavo y su tos aún vigente una caminata de cinco kilómetros, a fin de alcanzar una línea telefónica internacional e informar al colectivo de familiares nuestro cambio de sede. Plenamente comprobado que en Cuba no pasa nada, delincuencialmente hablando, ni yendo (como lo hicimos) por un campo abierto, desolado y oscuro, con algunos dólares en el bolsillo. Llamada hecha y nuevas referencias dadas, para tranquilizar a padres y madres; pero ¿US$ 17.50 por menos de tres minutos...? ¡Ah, calmate, Fidel!

Una hora después, nosotros ya de regreso y sin señales de luz. La simple ley de la gravedad y la conversación absolutamente agotada nos hizo comenzar a dormirnos en el mismísimo pasillo, repelente de zancudos en mano. René fue el único valiente que se acomodó en los camastrones fantasmales; los demás, repartidos entre la pared, el suelo o el hombro contiguo, piojito incluido. A las tres de la madrugada se encendieron las luces, me y los desperté lo menos escandalosamente que pude y, uno por uno, continuamos el sueño dentro de los cuartos, los que -después de todo- resultaron cómodos, limpios y sin alacranes.

El sábado fue tiempo de hacer planes turísticos. Terminamos pasando la mañana en la Villa Panamericana, con un par de comercios de por medio, y por la tarde nos trasladamos a La Habana vieja, histórica, turística, de carnaval (no sabríamos con exactitud en qué consistía este último concepto sino hasta la noche siguiente); tiempo de ver por aquí, por allá, andar por el malecón, otros tres rollos de fotos, abrir la boca y comprar algunos recuerdos (pregunta indiscreta: ¿qué diría el Che al verse en tal cantidad de camisetas, llaveros, camisetas, pulseras, camisetas, pisapapeles, camisetas, portalapiceros y demás artículos "comerciables"?).

Mientras deambulábamos por tal museo viviente, la cantidad de gente que nos dijo "¡Saludos, mexicanos!" antes de ofrecernos distintos tipos de gangas (taxis, almuerzos, tabaco, etc.) fue tal y tan grande que llegamos a dudar seriamente de nuestra nacionalidad. En este ir y venir, no faltó la "unidad de contrarios" de algunas doctrinas filosóficas, cuando viveza e ingenuidad aparecieron armónicamente combinadas en el episodio de las dos tipas que ofrecieron trenzas para las niñas, al costo de tres dólares "más un par de prenditas", mientras el trío de infantas ya les había dado nombre de cada una, dirección del hospedaje y hasta hora de reunión, sin permiso alguno y ante la estupefacción de René, quien se dio cuenta a tiempo (no es por desconfiar, pero...). Cuando uno va a La Habana vieja, necesita aprender a decir "no" en términos bastante reiterativos. Se fueron las demás horas entre la caminata para buscar almuerzo accesible (dos dólares por cabeza), todavía más sesiones de fotografía, compras de minucias varias (para salir al paso de los "¿qué me trajiste"? venideros) y la penitencia de esperar sentados un taxi para once personas.

De nuevo en el CEAR, piscina olímpica para unos, siesta para otros, al tiempo que las anfitrionas me decían que había llevado "a las chicas y chicos más bonitos de El Salvador, porque en años anteriores habían llegado otros que, francamente..." Y ante las muchas recomendaciones de ir a los carnavales y desfiles, nuevos planes, pero dos vanas y poco amenas horas de espera (entre la "guagua" siempre llena y el taxi que nunca llegó) nos hicieron regresar a dormir.

El domingo transcurrió -poco más, poco menos- de la misma forma, salvo que un grupo matinal decidió introducir un pie en las aguas del Caribe, no precisamente en una playa sino en la costa cercana (quedaría a menos de quinientos metros), para que no se diga que estuvieron en Cuba sin tocar el mar (de eso también hay fotos). René, por su parte, no desaprovechó la oportunidad y construyó, a base de piedras claras, sobre la hierba del jardín frontal del CEAR, una enorme aunque no sorpresiva confesión: "Jazmín, te amo", visible desde el tercer piso y retratada, con todo y autor, por cuantas cámaras estaban disponibles.

Al mediodía, almuerzo abundante y deportivo; por la tarde, traslado a La Habana en un microbús "Panataxi" (teléfono 55-5555), no sin antes haber agotado las posibilidades populares andando de un lado a otro en infructuosos intentos de abordar una "guagua" o, a más no haber, un "camello" (especie de vagón de tren, tirado por un cabezal de "trailer", dentro del que una sardina se hallaría a sus anchas).

La idea fija era pasear de un lado a otro, cenar económicamente y quedarnos a los famosos carnavales, que aún no se divisaban, hasta que un trovador callejero nos indicó un tumulto lejano, hacia donde nos encaminamos, no sin antes solventar el imprevisto de Princesa, viaje de ida y vuelta al CEAR, taxímetro corriendo, cuestión necesaria e impostergable (total: ocho dólares). Llegados a la zona de movimiento, un necesario ejercicio: confrontar expectativas con realidades, ya que la diversión era dudosa y la actividad resultaba ligeramente decepcionante, pese a la intención del grupo de seguir caminando y caminando para no ver más que secuencias de lo mismo: nudos de gente congregados alrededor de algunos aparatos de sonido, de donde brotaba música a volumen saturado, sin que se percibiera indicio alguno de baile o actividad parecida. Después de un par de indecisiones, corte abrupto de la expedición, fin del turismo y vámonos a dormir (lamento la impresión dictatorial causada, pero cuando se tiene la razón, se tiene). Era la medianoche y al día siguiente salíamos temprano rumbo al aeropuerto, el único lugar de toda Cuba en donde se pueden hallar discos de Silvio Rodríguez (pasando migración, claro -¿u oscuro?- está).

Lunes, nueve de la mañana, y todos arriba del autobús, con leve sabor a despedida. De allí al aeropuerto son cuarenta y cinco minutos, paisaje incluido. Vinieron los trámites y, para no desentonar, el grupo sufre un nuevo ataque del "síndrome de la dispersión" (alzar la voz fue necesario). Otra vez el turno de los rayos X y los detectores de metales. En espera de nuestro vuelo 623, un par de últimas compras y recolecta de diez dólares para una tarjeta prepagada con la que llamamos a El Salvador ("¡alístense, que ya vamos!") y, en tanto la tarifa por esta vía no llega al atraco de las operadoras, decidimos regalarle el remanente a Serena, nuestra medallista bronceada, para que llamara al celular de su papá y le diera la buena noticia (tres minutos máximo).

El regreso fue, con pocas variantes, lo inverso de la ida (curioso que nuestro viaje duró "menos diez" minutos: de 11:40 a.m. a 11:30 a.m. del mismo día). Ahora, a la distancia, es como si, dentro de todo lo que ganamos en experiencia y vida, se nos hubiera quedado una pequeña pieza de nuestro ejército interior en la isla ("los peones son el alma del ajedrez"), esperando volvernos a ver allí por obra y gracia de nuestra pasión por este juego, arte y disciplina. Pero eso será, cuando sea (si acaso es), tal vez motivo de otra crónica. De momento, justo es soñar y sonreír al recordar lo que fue... simplemente porque fue verdadero.

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